domingo, 1 de agosto de 2010

Narración: Playa Nostalgia

Este es un cuento que escribí pocos días después de haber desempacado todo. El Jetlag algo tenía de inspirador que en las noches me subía a mi azotea para mirar el horizonte y... bueno, aquí se los dejo.

Playa Nostalgia

Desde aquí, techumbre de cabaña al borde del horizonte, alimento noche a noche a esta mascota que he llamado remembranza. Aguzo el oído invocando el lejano canto de aquella sirena, que tras ese océano de estrellas, se ha quedado con mi tranquilidad presa en su isla. Debajo mío, un tapete de algas secas se desmorona poco a poco cada vez que me siento en él; pero me rehúso a remendarlo pretextando la falta de materia prima. En su lugar sigo confeccionando los de palma, que finalmente no serán para la cabaña, sino para los habitantes del pueblo que por las mañanas suelen visitarme. Descubro con asombro que el horizonte adquiere matices nunca antes contemplados. Tiene resplandores nuevos, colores generados por estas retinas que contemplaron otro cielo, otro viento, otra lejanía. Me pregunto si el faro que los mayores proyectaron construir hace años, de haberse levantado, serviría para guiar a los marinos que no están enterados de la existencia de este pueblo, escondido entre acantilados bastos y con diminutas playas que poco cumplen con las mínimas expectativas de los comerciantes.
Bebo lentamente un vino destilado en mi taller, cuyos usuarios, niños en su mayoría, no sospechan siquiera que es servido en las copas que decoran tarde a tarde. El vino me sabe amargo, parece que en el tiempo en que estuve fuera, el encargado de humedecer los barriles para aliviarlos del calor de otoño, hizo caso omiso a su trabajo. Pero lo bebo. Lo bebo porque es el mío, y porque de no hacerlo regresan a mi paladar los sabores de aquellos vinos que probé, y cuyo recuerdo contribuye en gran medida a regresar tarde a tarde a contemplar esta bahía en busca de señales en el mar y en el cielo.
El viento me restriega en la cara un fino polvo que me deja en la boca un sabor a sal. Sobre la camisa tengo arena. Es blanca, tersa; arena que ya conozco pero que al mismo tiempo siento extraña. Por momentos imagino que esa arena es en realidad mi cuerpo disolviéndose. Es una arena que deteriora las cosas inamovibles, las lija tan de poco a poco que el pueblo se desmorona sin que nadie se de cuenta. El viento agita mechas de mi pelo, lo enreda, tira de él en un movimiento que no parece caricia sino reproche. Me deja ramas entre el cabello, plumas de gaviotas muertas, astillas de los barcos que no pudieron evitar el naufragio. El viento trae de todo, pero se niega rotundamente a traerme los ecos que espero.
Termino el contenido de la botella de vino, inserto en su interior otro pergamino garabateado y le pongo el corcho. Las botellas mensajeras se me están agotando. Quedan esos envases panzones que no saben flotar o que pierden el rumbo apenas son lanzados al mar. Se me acaban también las frases fuertes, las contundentes, las que nutren efectivas canciones enganchadoras. Me quedan balbuceos, palabras entrecortadas, que si bien ya no convencen, aún son depositarias de profundas emociones.
Me enderezo lentamente. Agito el brazo derecho como arrojando otra botella inexistente y las nubes pasan del bermellón al negro en cosa de segundos. El sol abandonó su trabajo y se ha largado a iluminar otros lugares mientras a duras penas los luceros suplen esa ausencia.
A mi espalda hay resplandor de fiesta. Es sorprendente cómo perdí la cuenta de los días que median entre celebración y celebración para los habitantes del pueblo. He sido convidado al festín, la comilona y el baile de la madrugada. Me trajeron ya mi traje especial de cuenta cuentos. Es una categoría que todo aquel que se ausenta debe cargar hasta agotar las historias de otras tierras, o hasta saturar la imaginación de la chiquillería. Abandono mi puesto de vigilia, emprendo la caminata calle arriba y poco a poco me rodean los niños que del mismo modo que yo, esperan que desde la altura de mi mecedora, lleguen a sus oídos los susurros de las maravillas que se ocultan tras el horizonte.
Y río, río feliz mientras mis recuerdos fluyen y se deslizan y empapan las cabecitas de mis pequeños oyentes. Río porque me debo a esta gente, porque me agasajan con platillos y música; y ese su respeto exacerbado. Río porque cada vez menor es el lapso de la espera de alguna de esas botellas lanzadas al mar en cuyo interior vendrá un pergamino diferente a los que he llenado de signos de petición y esperanza.
Sólo espero que llegue antes que las fiestas terminen y dejen al descubierto mi solapada soledad entre esta compañía, que se tiene a sí misma pero que podría prescindir de mí, el solitario vecino que construyó su cabaña a la orilla de la playa, y que noche a noche se empeña en atisbar el horizonte encaramado a la techumbre de palmera y sentado en un tapete de algas que está por desaparecer.

No hay comentarios:

Publicar un comentario