martes, 17 de noviembre de 2009

Epílogo número dos

Entonces, ¿en qué mujer estaba pensando cuando, al comprar estos discos pensé que le gustarían?

Epílogo número uno

He llegado a mi tierra.





He regresado a este sol brillantísimo,
a esta arquitectura desgarbada,
a estas construcciones achaparradas porque todas son de un solo nivel.

A estas aceras destrozadas y a esta tierra entremezclada con basura.






He vuelto a estas comilonas extremosas, a estos tacos de carnitas y cueritos.
A este paisaje de cerros salpicados de casitas coloridas. A esta familia que, lo juro, por un momento me parece un episodio más del viaje.

Últimas 24 horas en Polonia

Polonia me recibe con un sol majestuoso. Pienso que lo hace como para resarcirse de mis anteriores impresiones de una ciudad eternamente encapotada. Me recibe también una de sus habitantes cuya presencia me tranquiliza enormemente. Es una hora después de mi arribo pero no importa. Ya ella me tiene preparado un recorrido que incluye una comida familiar, el abandono de mis bártulos en un hostel, que bendito si hubiera conocido antes (para variar, en materia de desconocimiento de sitios interesantes de Varsovia).
Experimento cierta incomodidad que es acrecentada por el hecho de que la maleta debo llevarla todo el tiempo en los hombros. A cada tanto ella aminora el paso para que pueda darle alcance. Así y todo conseguimos llegar a la casa de los abuelos, la que en mi primera llegada también visité. Algo en la condición de mis piernas me hace no quitarme las botas, ella se da cuenta pero no dice nada. Los abuelos son muy amables, y la abuela me hace la pregunta indiscreta: si soy casado. Entre mi deficiencia idiomática y la distracción de las cucharadas no acaba de surgir la respuesta. Salimos, las despedidas son emotivas, nuevamente me echo al hombro el equipaje y recorremos calles y calles. aquello que estaba seguro de que sería cosa sencilla se complica enormemente y hay que salir al paso con retorcidas explicaciones intelectuales. Esta incomodidad, que intento solventar con espíritu payaso, sigue presente. Ya en el centro de Varsovia pasamos a un kantor, me deshago de mis últimos zlotys y recibo más que en el aeropuerto. Ahora rumbo al hostel.
Con la pena y todo, ella es quien hace toda la transacción, aquí compruebo que el inglés, por más que lo entiendas en una canción, no es tan sencillo cuando de una conversación fluida se trata. Todavía hago el intento de que no me abandone aquí, que ya que no se puede que me hospede en su casa, por lo menos que esté conmigo. Es como la necesidad del infante con la compañia adulta.  
Ella se tiene que retirar, el pretexto es sencillo, pero quedamos para la noche, en el obligado café con Maja, Joaquín, Konrad y Sofía.
Durante las dos horas o más que me quedo solo, reflexiono sobre esta vuelta a Polonia; sobre las ciertas veces que el destino nos hace regresar a ciertas rutas para reconstruir ciertas deudas con la vida. Como el otorgamiento de segundas y aún terceras oportunidades.
Así como se me han planteado las cosas, como se han desarrollado algunos acontecimientos, bien podría ser tan cínico como para pedir una cuarta oportunidad. Uno no puede haberse vuelto tan dsenvuelto a las primeras de cambio, yo por lo menos no.
Entablo conversacion con alguno de los huéspedes y me sorprende ver que las chicas pasan en panty sin ningún problema por la sala rumbo a los baños. Me encanta, me encanta. Hay wi fii en el hostal, aprovecho para enviar mensajes y actualizar el blog.
Salgo a tomar un poco de sol. Pero para mi poca sorpresa, resulta que aquello se ha vuelto a encapotar. Es más, Se ha enfriado tanto el ambiente que me pongo a pensar que Varsovia se ha enterado de mi regreso y vuelve a su empecinamiento climático, como si fingiera, como si tratara de mostrarme la cara engañosa que me mostró semanas antes. Camino con desenfado, libre del peso de las maletas y libre también de mi azoro. Camino como si llevara años caminando estas calles, a las que en un arranque de audacia atraviezo por donde no se debe hacer. Luego me quedo parado eternos minutos porque aquella avenida es de las rápidas y no hay manera de cruzar al otro lado. Para colmo, tampoco puedo volver sobre mis pasos porque por allí también corro peligro.
Corro, me asusto menos que los conductores a los que sorprende mi presencia, y ya estoy del otro lado. En la Rotunda PKO caigo en la cuenta de mi necedad cuando por el facebook insistía que la rotunda y la entrada al metro estaban en el mismo sitio. Bien, ya he tomado los tiempos, es hora de volver al hostel. Lo sé, es tonto, pero no quiero volver a verme torpe.

Ya es la noche, estoy en la rotunda. Tengo frío pero no quiero volver a parecer niño de preescolar con tanto abrigo encima. Veo a Sofía y Konrad, faltan Maja y Joaquín. En realidad no hay sorpresa, a excepción de que maja llega más eufórica y más alburera y más mal hablada que como anduvo la primera semana. Le suelto una noticia que me acaba de reportar Walfred por el internet y supongo que es debido a eso que Maja se descose dialectalmente. Nos dirigimos a un café en cuyo interior, por más que Maja le endilgue historia, no encuentro cosas espectaculares. No es que no me guste, lo encuentro agradable, hasta chistoso cuando en la carta veo que venden Tequila Don Cruzo y Aztec. No sé de dónde serán porque esos tequilas en mi vida los había visto.
Tomamos fotos. A sofía no le hacen mucha gracia las fotografías pero de alguna toma no se salva. Maja se ha puesto juguetona, me lanza a cada tanto puyas en torno a que posiblemente no salga de Polonia, que "alguien" podría secuestrar el avión. Que mejor ya no me vaya. Hum.
Luego salimos.

Aquí viene la parte más íntima de mi noche. Es una intimidad plagada de ternura, es una vuelta a la sensación de engarrotamiento que nos hace desear estirar hasta el infinito los minutos, porque sabemos que no va a suceder nada y sin embargo ahí está la posibilidad. Son casi las once de la noche, las puertas del hostel se cierran a esa hora y hay que apresurarse. Ella me acompaña, no sé si es porque le he rogado que se quede conmigo hasta el último minuto posible, o porque su sentido de responsabilidad para con el turista es demasiado fuerte. Llegamos, me abren la puerta, ella entra conmigo. Le obsequio algunas cosas, nos miramos, nos despedimos, salgo al descanso de las escaleras y veo como desaparece engullida por la penumbra no cubierta por la luz amarilla del pasillo.
Me quedo solo, en una habitación donde duermen otros seis.
Solo.

Por la mañana me levanto, preparo todo el equipaje de tal manera que no de la lata que ha venido dando. Cada cosa en su lugar, me tomo la foto de la evidencia. Salgo a conseguir más zlotys para saldar la cuenta del hostel. El administrador entiende el español pero no lo habla. Me siento estúpido al recordar que por la noche yo le hablaba a Sofía y esperaba que tradujera. Así que puedo hablar directamente y sólo procesar la respuesta en inglés. Vaya, que chasco.
Ahora si, camino hasta los cruces de peatones bien marcados en las avenidas. Esa llovizna que cae sin cesar me hace temer que mi última compañía no llegue. Después de todo, la promesa fue hecha vía facebook. Llego al sitio acordado con Ania para poder despedirme de Varsovia. Los minutos pasan sin cambios, pero a mí se me hacen tan largos, me asomo por las diferentes entradas de la rotunda, suponiendo que ella llegará, no me verá donde quedamos y se irá. Pero finalmente llega, sonriente, primorosamente ataviada y con un paraguas diminuto que sólo cubre su cabeza. Agradezco en silencio que haya venido, dejando lo que sea que podría hacer en lugar de acompañar a este mexicano entelerido de frío y ligeramente humedecido por la llovizna.
Ella es mi comité de despedida, lo menos que puedo hacer para agradecer el gesto es pagar su boleto del tranvía, invitarle un té y conversar sabrosamente hasta en tanto se anuncia el abordaje. Conversamos, efectivamente, procuré hacerla reir y cuando comienza a ponerme nervioso la hora, me acompaña hasta la fila donde los pasajeros debemos despedirnos de nuestros acompañantes. Veo muchos prolongamientos, pero la mía es una sí de rápida. Besito en la mejilla, buena suertes y adelante, nadie vuelve la vista atrás y Varsovia se me convierte de golpe en un sitio del cual me acordaré durante mucho tiempo con una obsesividad que seguramente cansará a mis paisanos.
No sé si regrese algún día, mis circunstancias siempre me han hecho pesimista, y venir aquí supuso tantos problemas...
Pero hay motivos, hay personas, hay tanto por conocer todavía de este país, que me hago la firme intención de regresar, quizá en algunas décadas, pero lo haré.

Polonia again


Valió la pena no pagar los 18 euros del teleférico en Barcelonesa. ¿Cómo se puede comparar esto de ver el momento de alejarnos de la costa, pasar un banco de nubes como guata esparcida y descubrir un sol que parece absorbernos con su luz?
Toda esa rugosidad montañosa, a estas alturas adquiere cierto equilibrio geométrico.
Veo lagos, montañas, cumbres nevadas. Y también, inevitable detalle, los raspones de la pintura del motor. Veo industrias con todo y columnita de humo. Veo ciudades o pequeños grupitos de construcciones unidos de tanto en tanto por líneas que supongo son carreteras. Pienso por un momento en que quizá no somos demasiados, quizá sólo es que estamos mal distribuidos. Pero luego cambio de opinión cuando nos acercamos más al suelo y soy consciente de los profundos arañazos y raspadas que le hace el humano a la tierra. Pienso entonces que todos seríamos más felices si volviéramos a ser recolectores.

Por una circunstancia simple heme aquí, escuchando los planes gastronómicos de un chef italiano que viaja a Zacatecas con la firme intención de establecerse en un negocio de pastas, primi platos y desserts nada complicados. Tiene la palabra fácil y obsesiva de quien lleva meses ahorrando y planeando sus futuros menús. Me cuenta luego algunas anécdotas con novias, con suegros adinerados, con recetas creadas por él y que está seguro que son su garantía de éxito en México. Cuando estamos por abordar comentamos el engaño social del virus A H1N1. Coincide con la postura acerca de que todo se trata de incrementar las ganancias de aquella farmacéutica propietaria del antivirus. Luego me le escabullo, un poco cansado de escuchar un español italianizado por casi tres horas, y abordo el avión. Otra vez tengo la suerte de tener a mi disposición una ventanilla. Aunque a estas alturas ya no ejercen ningún tipo de emoción, siempre se agradece. En plan conocedor ignoro las recomendaciones del personal de a bordo y me dedico a acomodar las revistas del avión para poder colocar mis bártulos en el espacio disponible.

Siento llagas en la boca, en las nalgas y en la planta de los pies. Por supuesto que no existen, pero eso siento. Tengo unas ganas locas de pegarle a mi compañero de asiento. No sé por qué. Ni siquiera me cae mal. Eso me recuerda el jueves allá en el concierto del metro de Barcelona, donde, mientras estábamos todos acomodados escuchando a los músicos multiregionales, una niña obes, como de unos tres años jugueteaba mientras sus padres no perdían detalle de la música. En un momento dado, la niña dejó de corretear, puso cara de puchero y sin más se dejó ir con las uñas por delante a una chava que estaba sentada en el suelo. La niña se dejó llevar por quien sabe que impulso o animadversión inspirada por esa chava en particular. Así quisiera dejarme llevar por mis impulsos.
Cierro los ojos, apoyo la cabeza en las manos y las imágenes de las luces de la ciudad en plena noche debajo de nosotros se vuelven a proyectar dentro de mis párpados, dándome la sensación de que estoy flotando sobre el mundo a bordo de una burbuja transparente.
A veces he sentido la necesidad de estar en la burbuja, suspendido en el aire para contemplar los diferentes caminos que me ofrece la existencia y elegir la mejor opción. Ahora sería inútil porque todo está oscuro, pero tengo la tranquilidad de saber que estoy dentro de un trayecto ya marcado. Otras veces no. Lo desesperante de las burbujas es que carecen de mandos y controles y propulsores y todo eso. Entonces hay que abandonarlas y seguir a pie por el camino elegido, con el consiguiente riesgo de los tropezones, los raspones, las insolaciones y los asaltantes de caminos.

Equipajes minusválidos de vuelta a Polonia

No sé donde comenzar a contar esto. Si desde las cinco de la mañana, que es cuando me levanté, o desde las dos de la mañana que es cuando me acosté, o desde ayer por la mañana que es cuando en medio de una conversación cafetera alguien me comentó que debería comunicarme directamente con la aerolínea y confirmar mi vuelo, no fuera la de malas y se hubiera cancelado. Ahí me dejaron la espinita y efectivamente, al meterme a la página de Iberia, resultó que el tipo de vuelo que yo había contratado era de los económicos, con la consiguiente carga de restricciones. Básicamente se trataba de que yo había comprado cuatro vuelos: México-Madrid, Madrid-varsovia. Y Varsovia-Madrid, Madrid-México. Y si no tomaba el que salía de Varsovia automáticamente perdía el derecho de tomar el de Madrid-México. Y aquí estaba, en Barcelona, relajado, pensando que todo estaba bien, que el domingo tranquilamente habría de moverme a Madrid y allí tomar mi avioncito a México. Pues no. Hablé al teléfono de servicio a clientes para preguntar y el baño helado: o tomaba el vuelo desde Varsovia o no tomaba más que por culo, pensé que diría mentalmente el duro empleado al otro lado de la línea.
¡Qué poca madre! La opción que me daba era pagar una penalización de quinientos cuarenta euros que su pinche madre si tenía disponibles, y en caso de tenerlos botarlos así nomás. Ni pedo, a buscar de volada opciones en Internet de vuelos ultra baratos a Varsovia lo más cercanos posible. Pues sí. Lo había. Para el sábado a las doce y cinco de la mañana-tarde.
Así que de volada, comprar en línea (a estas alturas ya voy agarrando el pedo de cómo funcionan estas cosas; costoso aprendizaje por cierto). Apunte mental: la próxima vez que haga esto, me voy a pasar una semana comparando líneas, comprando vuelo a vuelo, trenes y autobuses incluidos, calculando tiempos, rutas, hoteles, opciones, costos, imprevistos, cantidad y longitud de pasos, raciones de comida, peso y resistencia de mochilas o maletas, cantidad de prendas y peso individual de las mismas, número de respiraciones, horas de crepúsculo, desfases temporales y hasta temas de conversación; todo para evitar estas desgracias.
Luego viene la parte de tratar de ponerme en contacto con la gente de Polonia. Hay que saber qué hacer con esas veinticuatro horas que deberé pasar nuevamente en Varsovia, saber dónde dormir, qué comer. Afortunadamente me sobraron zlotys que había pensado regalar ahora que estuviera en México. Si no pasa nada malo, calculo que me ayudarán a pasarla sin broncas. Termino de mandar mensajes urgentes y salgo de volada. Son las siete y media de la noche, he consultado en maps.google.es la ruta más adecuada para llegar al aeropuerto de Barcelona. Afortunadamente el vuelo sale de el Pratt y no de aquel otro de Girona que me obliga a pagar 21 euros más por concepto de autobús.
Salgo, pongo a funcionar el cronómetro y me dirijo al Metro de Santa Coloma. Llevo fuertemente agarrado el mapita de la red del metro y me dispongo a aprenderme los pasillos, túneles, conexiones de líneas y todo aquello que me llegue a frenar por desconocimiento de ruta al día siguiente. La línea 1 es la que me acerca más al aeropuerto. Está de extremo a extremo. Según el Internet, si llego al Hospital y recorro a pie el tramo faltante serán cosa de dos horas. El metro hace una hora para llegar a donde calculo llegar mañana. Salgo, me desoriento un poco, pregunto a alguien y me dice que de plano, desde ahí, hay que tomar taxi. Ubico un sitio de taxis. Me acerco, pregunto con aire despreocupado el costo. No se puede, cobra casi veinte euros. Alguien más me sugiere que regrese a Bellvitge y desde ahí averigüe si hay autobuses o tren al aeropuerto. Hago cuentas mentalmente y si de ahorrar tiempo se trata, podría sacrificar el costo del taxi. Para este momento son las nueve y media de la noche y sospecho que de salir otra vez en otra estación, los créditos de mi boleto de metro se acabarán. Confío en que lo que he visto más o menos me han ubicado en términos de tiempo. Decido que regreso a Santa Coloma, me acuesto, y me levanto a las cinco, que es cuando comienza el servicio del metro. De las cinco a las doce cinco, hay tiempo suficiente. Al regresar, acomodo la maleta, mis cosas, reviso si alguien ha contestado mis urgentes peticiones y ¡Sí! Sofía ha contestado. Le mando los datos de mi vuelo, la llegada y todo lo demás y ya un poco más relajado me dispongo a asearme, preparar todo y salir sin contratiempos de la casa de Bety, a la que por cierto deberé explicar más tarde por qué en su recibo telefónico aparecerán diez minutos de llamada local. Otro apunte mental: Pagaré este abuso en su casa con varios libros de los que espero ver editados llegando a Tlaxcala.
Para este momento ya son las dos de la mañana, si no me apuro, mejor será que no me acueste, no sea la de malísimas que me siga derecho. Pongo todas las alarmas de las que dispongo: teléfono, reloj, computadora y hasta quiero poner una cubeta de agua sobre la cabecera.
Pues no me pasé. Como lo dije al principio, me levanté a las cinco, aunque la preocupación me había despertado desde varios minutos antes. Salí, caminé de prisa pero procurando no cansarme y tomé el metro. Por el sondeo de la noche anterior sabía que disponía de tiempo para buscar una alternativa más viable económicamente. Una estación antes del hospital desciendo, pregunto por la estación del tren de Bellvitge y hacia allá me dirijo. El colmo, a la maleta se le cae una rueda. Me siento como en esas películas de dramón en dónde el héroe se halla en la terrible disyuntiva de volverse por el zapato o correr para salvar a la chica bella. En este caso, regreso por la ruedita que ha ido a ocultarse bajo una camioneta o corro para no perder el tren. Elijo cargar la maleta y apresurar el paso.
Estoy cansado de este equipaje que me persigue con molesta dependencia de minusválido.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Viernes: contextualizando Birkenau





En los apuntes referentes a la visita a Auschwitz no puse, intencionalmente, lo referente a Birkenau. Auschwitz me impactó profundamente en el ánimo. Una especie de bloqueo, una como necesidad de no procesar emocionalmente lo contemplado. Aquel día, después del recorrido apresurado que nos dió el polaco aquel, después de ver esas barracas de ladrillo en cuyas paredes se exhiben fotos de la gente que allí padeció su muerte; imágenes de tristeza, sufrimiento, hambre, degradación. Después de ver el cadalso donde por pretextos absurdos eran colgados aquellos que vagamente se revelaban, el muro de fusilamiento "restaurado", (uno de mis shoks: ¿Por qué restaurar, mostrar al morbo multitudinario esta atrocidad?) las celdas y los calabozos; después de todo eso, nos desplazamos a Birkenau. El campo de concentración # 2, situado a tres kilómetros de Auschwitz.
Si en Auschwitz la opresión se siente entre los muros de ladrillo, en Birkenau sobrecoge la desolación del terreno rodeado de alambradas de púas. La entrada, esa entrada que ya desde lejos contemplarla encoge el estómago al mirar las vías por las que llegaban los trenes sin parar y cuyo cargamento estaba destinado exclusivamente a los hornos.
Birkenau me disuelve aún más en un escalofrío aterrado. Hay dos barracas levantadas. a decir del guía, todo fue desmontado cuando los alemanes se vieron derrotados y tenáin que borra las huellas de sus actos. Estos barracones están ahí para impregnar al mundo de la conciencia de que el hombre, de que ciertos hombres, son capaces de acciones bestiales. Las condiciones aquí son infrahumanas. Siento casi miedo y me reconforta un poco el saberme acompañado. En estos barracones y en los sitios donde estaba el resto se hacinaron durantes semanas cientos de miles de seres humanos padeciendo dolor, hambre, un frío que cuarteaba la piel ya de por si atormentada, y hasta la sensación de que se podía estar mejor en Auschwitz.
Pues bien. Todo esto no lo había narrado hasta este día en que llegó a mis manos una novela gráfica llamada Maus, dibujada por el hijo de uno de los sobrevivientes de este campo de concentración. Todos los datos que aporta el padre de este dibujante, corroboran muchas de las cosas que contemplé y que no había podido ubicar complementariamente.
Desde aquel día he vuelto continuamente a pensar en que sobre el tema existe mucha documentación, muchos escritos, ensayos, películas, datos estadísticos. existen ultimamente posturas en contra y disputas necias sobre la verdad y las cifras y todo eso. Yo no estoy más enterado que otros sobre el caso. No conozco con detalle todos esos datos, ni tengo un discurso autorizado sobre el tema.
Pero yo ya he estado allí. He visto con mis ojos y sentido con mi piel el ambiente del lugar. Y, táchenme de emocional, o simple o lo que quieran. Pero yo ya he estado allí.

Jueves: Entre Gaudí y el metro

Me acatarra un poco el abuso que se hace con el nombre de Gaudí. Hoy todo el día estuvo bajo la sombre del personaje de marras. Desde el parque Güel, hasta el templo de la sagrada familia.





Anoche, después de ver cientos y cientos de postales, catálogos, hasta un hotel llamado Gaudí, donde además los turistas despistados se tomaban fotos, me dije que bien podrían superar el complejo. Pero no, no me voy a poner otra vez a juzgar de buenas a primeras. El muchacho se traía lo suyo, así que el culto está justificado.











A media tarde doy un paseo por la barceloneta, un museo de arte contemporaneo y otro recorrido por la rambla.










Lo malo de contar las horas que restan para mi regreso es que no me dejan disfrutar lo contemplado.




Hoy por la tarde da inicio un festival de "Músicos al metro", con una duración de tres días de cinco a nueve de la noche. En parte para descansar y en parte para conocer y disfrutar e insertarme en el ambiente barcelonés, asisto con el morral bien pertrechado de bastimentos.
Mucha gente lee en el metro. Por cierto, que aquí el metro avanza de derecha a izquierda. Al principio como que me saca de onda, después se me hace de los más natural. En los pasillos del metro es posible asistir a un concierto clásico, a una exhibición de Jazz, Bossanova. Me topo a cada tanto un violinista, Acordeón, trompeta, saxofón. Escucho un ensamble barroco, latino, afrocaribeño. Los más ninguneados son un grupo de ruidosos percusionistas, que es lo que más se acerca a lo que he visto de música callejera en México. Veo a un violinista octagenario cuya esposa hace las veces de cambiadora de páginas. Veo a una anciana interpretando cierta pieza melancólica en un violín reluciente pero cuyo estuche podría contar mil y una peripecias. Inmediatamente desemboco a un pasillo coloreado por juguetonas notas de trompeta acompañado con una pista de tintes jazzys. En otro anden un negro guapo canta una pieza archiconocida de pop norteamericano acompañado, como no, de su respectivo sonido embalado en un diablito de aluminio.
Veo en un desfile dinámico a músicos de muchas partes. Cubanos, rumanos, marroquíes, venezolanos, argentinos; españoles obvio. Hablan en Catalán. Me han dicho que el orgullo catalán está presente en esta ciudad y que, por ejemplo, en la enseñanza básica a los niños les dan la clase exclusivamente en catalán, además de la consabida embarrada de inglés.
Bueno, entonces, el concierto se desarrolla de manera que para nadie resulte cansado. se alternan a cada dos canciones los cerca de noventa participantes; músicos que tienen asignado un número de control para poder trabajar en toda la red del metro. Bien, bien.
En una tienda de segunda mano, busco trovadores ajenos que le pongan letra a mi nostalgia.
De todo lo escuchado, mucho me suena a conocido, o por lo menos no ejerce gran sorpresa en mí. No sé, esperaba descubrir nuevas tendencias o algo. Bueno, de cualquier manera algunos temas realmente me enganchan; si no fuera porque la memoria de la cámara anda en las últimas grabaría las canciones que me gustan.
Me pasa una cosa muy curiosa. Sentado en estas butaquitas de concreto del metro Universitat de Barcelona no siento que esté en otro país. No siento que algo haya cambiado.
Quizá esto de viajar no sea más que una ilusión geográfica, un autoengaño para legitimar la trascendencia humana.
Una vez terminado el último número, tomo el metro y me vuelvo a Santa Coloma, para descansar y seguir al día siguiente con esto de las visitas turísticas de cajón.

jueves, 12 de noviembre de 2009

De Madrid a Barcelona

Me vuelve otra vez con golpe de mazo esa nostalgia de las despedidas. Con cada sitio visitado, con cada persona conocida, con cada ruta transitada se me amontonan las tristezas.
En el autobús recuerdo a mis muchos amigos. Varios de ellos, siento, se merecen este viaje más que yo. Tengo la impresión de que le sacarían más jugo. Los amigos de siempre, los amigos de hace tiempo y los amigos recién adquiridos, los amigos de allá y de acá. Los amigos que incluso no tienen la más mínima gana de viajar. M. A. quizá se sentiría feliz entre los muros de Madrid. Quizá no tanto por su activismo social pero sí por lo que se hace en materia de imágenes urbanas. Por otra parte, a P. le encantaría formar parte de alguna de las muchas organizaciones con tintes políticos que están en plena efervescencia buscando soluciones a conflictos específicos de la gente del barrio, de la provincia y del país.
Y otros que he comprobado como muy activos, muy organizados, muy dados a establecer contactos, relaciones y sacar partido hasta de una conversación monosilábica en las calles. A lo más que he llegado es a imprimir en un locutorio algunos cuentos que puse en correos con miras a participar en alguno de los tantos concursos literarios que organizan los ayuntamientos y provincias españolas. Algo habrá de pegar.
Sufro un desfase geográfico-temporal en el momento en que paso frente a un edificio cuyo letrero dice novotel, y es que es idéntico al novotel que me servía de referencia en la calle aleje zarodowiczie allá en Varsovia. Luego ubico otro letrero que dice Cemex, en letrotas que me recuerdan la profusión de letreros Cemex allá en México. Mejor cierro los ojos y recapitulo. Sí, me estoy desplazando por una carretera de Madrid con destino a Barcelona. Sí, estoy en España.

martes, 10 de noviembre de 2009

Nueve de noviembre

Madrid celebra a la virgen de la almudena.
Berlín celebra veinte años de la caida del muro de Berlín.
Los Ortíz celebran la aprobación de las reformas a la ley orgánica de la UAT.
Yo celebro no asistir a ninguna de estas celebraciones.
Paso frente al museo Reina Sofía, paso frente al Museo del Prado y no me dan ganas de entrar. Quizá París atrofió mis prioridades culturales y me dejó como resultado este hastío por los sitios de visita obligados de cada ciudad. Sé que puedo arrepentirme, que pondré cara de idiota cuando me recriminen por no haberme deleitado en la contemplación de Velásquez, Goya, Tintoretto, el Guernica; todo eso. Pero así y todo sigo caminando por callejuelas retorcidas de las que poco podré presumir y donde transitan individuos a quienes esas presunciones viajeras y turísticas también les tienen sin cuidado.
Un podenco ibicenco no aguanta más y se caga en la banqueta. Mira con cara afligida a su amo y gime como con angustia. Su dueño lo mira severamente pero no le queda más remedio que improvisar con una hoja de periódico un guante para levantar la mierda. Me sorprende comprobar la aflicción del perro. Un algún momento de su educación le han inculcado que cagar no es algo que deba hacerse en cualquier lugar. Siento pena por él. Me pregunto cuánto tiempo llevaría aguantándose las ganas y apretando el culo. Si pudiera comunicarse adecuadamente con su amo, ¿le habría sugerido regresar a casa a cagar y luego terminar con más tranquilidad el paseo de todas las tardes?
Eso me recuerda que debo comer algo. Hoy no compré nada para rellenar. Hoy tengo ganas de comer algo nuevo para que al regreso pueda decir que probé tal o cual cosa diferente. Escojo un restaurante con el menú más largo pero me cuido de comparar los precios. El nombre de los platillos se me hace lo suficientemente impronunciable como para suponer que me servirán algo de veras raro. No, resulta que lo que pedí es un arroz cocido con demasiadas especias como para darle un toque sutil pero no tan exótico. La salsa con la que se acompaña me sabe a mayonesa aguada con un toque de limón y azúcar. Luego llega un pollo bañado en una salsa tan parecida a mis inventos fallidos de cremas de verduras. Malo, malo. Pago más de lo que creí al principio pero me tranquiliza el hecho de que es mi última tarde en Madrid y aún me queda lo suficiente para moverme en Barcelona.
Regreso a la casa, mis anfitriones se preparan para salir, cada uno a sus respectivos trabajos. La vida continúa para cada uno de los que me han hospedado que me siento un poco ignorado, aunque en realidad se han portado estupendamente. Salen, calculo con generosidad mi tiempo y acabo por concluir que bien puedo ver una película. La noche anterior rentamos una en un local especializado en CINE. Así, con mayúsculas, porque resulta que efectivamente, la dependienta del local se las sabe de todas todas y su catálogo es verdaderamente impresionante. Acabamos por rentar una peli chilena en la que Marina reconoce a varios de sus condiscípulos en la escuela de actuación.
Al final la producción no acabó de gustarnos, así que con una ligera sensación de estafa nos dormimos.
Bueno, entonces estaba con que tenía tiempo de ver una peli. Escojo algo nada complicado, una de dibujos animados que no ví allá en México y a dejar que la hora de tomar el metro a la estación de autobuses esté próxima. Todo calculado, todo tranquilo, todo dispuesto para mi partida. Me he despedido de ellos y guardo entre mis pendientes fraternales recompensarlos ahora que se les ocurra regresar a México.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Domingo de Rastro madrileño











Domingo de tianguis. Domingo de recorrido en un mercado chacharero idéntico a los mercados de pulgas en México. Los chilenos me llevan a través de callecitas retorcidas hasta el Rastro. Años después me vengo a enterar que este lugar tiene su historia. https://es.wikipedia.org/wiki/El_Rastro_de_Madrid
No me sorprende en exceso. Mucho de lo ofrecido cuesta menos de un euro. A decir de mis anfitriones, la crisis ha hecho mella también en estos espacios. La crisis es mundial, pero algunos lo resienten menos. Los comentarios en torno a los mercados alternativos también tienen cabida por estas latitudes. La economía de traspatio, la agricultura alternativa, el comercio justo, el reciclaje, la congregación racial, son temas que se barajan a cada dos por tres.
Ahí me compro un par de cassettes que igual podría comprar en México, pero es que están tan a la mano... Los Sapos en Puebla, o la Avenida Texcoco en la entrada al DF, son lugares que facilmente le dan la vuelta. De cualquier manera, es interesante recorrerlo.
Cuando se nos acaban las calles del rastro debemos regresar a casa, a preparar algo de comida. 

Sàbado

Este es mi tercer sábado fuera de México. No recuerdo hasta mucho tiempo después cómo suelo vivir mis sábados. No he escuchado Estación Xochipitzahuac como había prometido. Despertamos después de las diez porque dormimos hasta después de la una. Y cada vez se me va pasmando el descanso con mayor densidad. Cuando esté de vuelta en Tlaxcala querré dormir dos días completos, o acaso no quiera dormir sino hasta que el jet lag se disuelva por sí solo. Justo mirando a través de la ventana las espaldas de los edificios madrileños, pienso en esas otras tierras donde la gente que me conoce me espera. O donde no me esperan pero me extrañan. O aquellas donde podría encontrar un hueco rellenable sólo por mí. Por mucho que Madrid me suene a sitio habitable, no soy de Madrid. En la radio hay mucho rock. Más del que ofrece el espectro radial de México. Rockservatorio me suena a nostalgia y efervescencia juvenil. Aquí es una realidad diaria, con clave hertziana y locutores que chacotean entre tema y tema. Mucho heavy, mucho rock duro, mucho ambiente marchoso. Muchos conciertos en muchas salas, muchos estrenos musicales, mucho sonido que se me enrosca en el estómago y me reconforta.
Vamos a recorrer el Madrid que me falta. Caminamos por callecitas angostas, desembocamos en Atocha, caminamos por un mercado de libros. Compro un par de tomos sobre Tlaxcala y la Chichimeca editados en Madrid que me cuestan una quinta parte de lo que me costarían las ediciones mexicanas en mi propio país.
Más adelante me encuentro la única escultura en todo el mundo dedicada a Luzbel. Es el Parque del buen retiro, el paseo del Ángel caído. Asisto a una exposición pretensiosa en el palacio de cristal. Tomo las obligadas fotos turísticas. Mucho de la vegetación ya me hace sentir la cercanía con México.

Ya es viernes madrileño


Madrid no se parece a lo que esperaba, aunque no esperaba nada específico. Madrid se destapa con la plena confianza de que tiene por sí misma la capacidad de generar su vida social y cultural sin casi necesitar más. Hay teatro, música, conferencias, documentales, eventos a diestra y siniestra. Hay cantidad de gente circulando por las estrechas calles empinadas y torcidas. En cada grupo de personas se escucha una conversación en veinte idiomas distintos.
Muy temprano ya estoy asistiendo al ensayo final de una puesta en escena. Conozco la eficacia de los pequeños centros culturales. Me entero de varias convocatorias literarias. Luego regreso al centro del barrio, camino unas pocas calles, encuentro una librería alternativa, me meto, hay una serie de mesas redondas acerca de la migración y sus consecuencias culturales. Dejo en consignación algunos libros, conozco poetas emergentes. Sigo caminando, Me meto a tiendas indias, chinas, musulmanas. Hay bares, cafeterías al aire libre. La arquitectura no me ofrece mayores sorpresas. De Polonia para acá todo viene siendo más familiar, como más mundano, más cercano a mis referentes culturales.
Pero es el calor lo que me hace sentir más cómodo. Menos frío, menos sobresaltos climáticos. Y la sucesión de muros con su oferta cultural me impresiona y me hace sentir incapaz de abarcar todo lo aquí ofrecido. Hay una necesidad de asistir a todo.
Las plazas públicas son utilizadas a razón de temáticas. Paso por un parque exclusivo para perros. Por otros con el espacio para niños bien delimitado.
Por la noche asistimos a una biblioteca donde hay flamenco en vivo y gratis.
A la salida intercambiamos impresiones, recorremos los alrededores de Madrid. Gente que vive, que conversa, que toma cerveza y abandona los envases vacíos en las calles. Minorías raciales se agrupan para charlar en sus idiomas. Los turistas aquí no son tan evidentes, cualquiera puede ser un turista o un residente proveniente de otro país. Las cámaras son menos, casi me siento un bicho raro tomando fotos donde los demás simplemente ni vuelven la vista. Mis anfitriones me van dando el tour respectivo con sus comentarios curtidos por una estancia de dos años.
Llegamos por fin al departamento, aún hay tiempo de tomar café. Jose, la flautista, nuevamente se despide antes de que el último tren del metro se vaya y la haga caminar una hora de vuelta a casa.
Dormimos.

París me llueve la despedida

Es mediodía y la cortina lloviznal entristece el panorama que hubiera querido festivo. Ya desde el desayuno se presagiaba el frío, el cual me preparé para soportar encimándome la ropa, en parte por el clima y en parte para hacer menos pesada la maleta. No quería que en el aeropuerto me hicieran pasar nuevamente por el relajo de distribuir el peso de mis dos bultos de equipaje. Todo el tiempo que me dispuse de tolerancia, al final de cuentas se me escurrió más rápido de lo que hubiera deseado para que me proporcionara espacios suficientes de reflexión. Vamos, que esta experiencia francesa me tenía la cabeza llena de párrafos que en vista de las circunstancias no podía poner aquí. La libreta estaba a la mano. Pero también era incómodo, y muy de dar tumbos. Ni sacarla. Me reprocho la estupidez de no haberme tomado alguna foto con Gonzalo. Creo que no fui suficientemente agradecido con él, que en todo caso ni para regresar a invitarle la última ronda de cervezas.
Una vez instalado en la lanzadera, el tiempo se escurre miserablemente, y lo que serían dos horas largas para mí, son hilachos de tiempo dispersos en cientos de distracciones inútiles. Me llega de golpe un acceso como de tristeza, de cansancio. Tengo ganas de que este avión sea secuestrado y que enfile las alas rumbo a México. Ya no quiero seguir en Europa, quiero estar en mi casa, en mi cama, con mi chica. Quiero descansar y sentir que no estoy triste ni cansado ni desamparado. Casi quiero que mis ojos se disuelvan. Y yo sin poder dormir.
En el aeropuerto me enfrenté a una sucesión de trámites y trámites. La maleta acabó pesando 13 kilos. Luego entonces, el dolor en mis hombros estaba justificado por el exceso de peso de lo que había metido en el equipaje de mano.
Por fin en la sala de abordaje. La tienda del aeropuerto carísima. Por fortuna ya tenía los obligados regalitos a buen resguardo en la maleta. Abordamos el avión. Una incansable perorata en tres idiomas nos acompañó todo el lapso de hora y media de traslado de Beauvois a Madrid. Qué las instrucciones de salvamento, que el carrito de los bocadillos, que ahora el de bebidas, que después los perfumitos, que ahora los bolsos, que… ¡Caray! Ni en los camiones del pueblo hay tanto vendedor en los pasillos. Ya nada más faltaba el músico y su gorrita café.
En Barajas, de noche. Mi segundo recorrido por este aeropuerto. Me esperaba el mismo intrincamiento de pasillos, pero ahora salimos con pasmosa facilidad. También, en la banda de equipaje mi maleta es una de las primeras. Otro fiasco. El maltrato en la manipulación ha lastimado severamente esta maletita fiel. La pobre trae los varillajes asomando. Chale, Apunte mental: habrá que reponerla. Se agrandan mis pendientes económicos.
Fuera del aeropuerto. De súbito me regresa el ánimo. Algo se siente en el ambiente que me reconforta. Quizá sea que el idioma me es familiar. Que el metro me hace sentir la euforia de más de dos pasajeros escuchando heavy metal en sus audífonos, y no hay que tomar otro transporte caro. Será que hablo con los chilenos y me dan instrucciones precisas para llegar hasta su barrio: Lavapiés. El metro me lleva por medio de tres líneas hasta el mismo centro de Madrid. El más populoso, el más multiracial, el más activo, el más combativo. Llego a las diez y media de la noche y aquí el bullicio lo hace parecer las seis de la tarde. Rápidamente entablo contacto. Dos españolas con pinta punk me confirman que ésta es la única salida del metro, que ellas también han quedado y que pueden haber sido plantadas. Pero llegan los pijos aquellos y yo espero solo a que Willy llegue a por mi.
El departamento de Willy y Marina es tal como me lo describieron previamente. Tienen compañía, una amiga flautista también chilena que a eso de la una se retira.
Hay que dormir.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Miércoles de fiaca

Quizá pretextando una depresión postpérdidadeavión, o por franca hueva, el miércoles decidí no moverme de Pontoise. Entre que me desperté tarde, entre que desayuné con calma, y entre que hacía frío afuera, vine a asomar la nariz después del mediodía. Recorrí el sitio, conocí las iniciativas del gobierno regional para rescatar sus aguas y sus espacios públicos. Me encontré con que aquí también se hacen mercadillos y vi una cosa que valdría la pena implementar allá. Hay unas placas en el suelo que los días de plaza se levantan y ahí hay cantidad de conexiones eléctricas para todos los puestos. Qué diferente se verían los tianguis sin tantos nidos de cables electricos en los postes, sin diablitos pues.
Hice mi petición de un nuevo boleto por internet y me juré que esta vez sí estaría unas cinco horas antes en el aeropuerto por cualquier circunstancia.
Cuando Gonzalo volvió de París salimos nuevamente a la placita, encargamos unas costillas asadas de cerdo y compramos cervezas. En este viaje he bebido más cerveza que los últimos años allá en Tlaxcala. Tal vez regrese con menos grasa corporal, pero podría aparecerme con más panza chelera, chale.
Como sea, vimos más pelis por la web y en algún momento de la tarde comencé a escribir una serie de reflexiones que ahorita no voy a pegar aquí sino hasta darles una escarmenada.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Para sazonar la inercia

Perdí el avión.
Así nomás, lo perdí como quien pierde un calcetín, o una moneda o la esperanza.
¿Cómo pueden pasar tales cosas?
Yo había confeccionado cuidadosamente mi itinerario. Pero me olvidé que no estoy en el pueblo, donde todo es calmado y relativamente sencillo. Los tiempos son coherentes con la calma provinciana. Aquí en cambio hay que correr a contrareloj y con mucho tiempo de anticipación o precaución.
A las tres de la tarde todo estaba en orden. Billete impreso, equipaje completo, peso del mismo adecuadamente calculado. Las despedidas, los intercambios, un último mensaje por la web a quienes me esperan en España. Todo.
En la estación del tren el primer contratiempo, con el que no contaba: el tren sale dentro de veinte minutos. Chale. Bueno, si llego a St. Lazzare y me apuro, transbordo tres líneas del metro, llego a Ponte Marrito. El metro. Cada que desembocaba en un andén se estaba yendo el gusano aquel. Tres estaciones, idénticas broncas.
Llego por fin a la desembocadura del metro y agarro la esquina opuesta; a esperar que el tráfico me deje correr en pos de la lanzadera directa al aeropuerto. Llego a la oficina de boletaje: cerrado. Abren a las cinco quince. Puta madre. Compro mi boleto, consulto los itinerarios de vuelo, hay otros que salen en el lapso de las siete, las ocho quince, las nueve. No todos a Madrid, pero todos salen de Beauvois. Con suerte y mucha pisadera de acelerador llego derrapándome. En el autobús hay letreros, ninguno dice Madrid. Estocolmo, Milán, y otras ciudades. Otro, más discreto, advierte que los autobuses salen tres horas antes del vuelo programado. Ya me la pelé. Para este momento son las cinco treintay cinco. Sólo un accidente o un suceso extraordinario podría hacer que tome el vuelo. Comienzo a resignarme. Recuerdo que hay otro vuelo de la misma aerolínea a las 9:40. Me dejo conducir con la esperanza de hacer el canje de vuelo, aunque tenga que pagar la diferencia. Llueve, poco a poco la lluvia arrecia. Un asomo de esperanza me hace imaginar que el vuelo se atrasa, que la nula visibilidad me permite subir mis bártulos al avión y llegar como había prometido a Madrid.
Pero al mismo tiempo la lluvia se confabula. En la carretera un motociclista ha dejado su pellejo sobre el pavimento. Una sólo hilera. Más lentos. No puede ser. Son las seis cincuenta. Definitivamente ya no la hice. Mejor no hubiera tomado este autobús, mejor no hubiera comido con tanta tranquilidad, mejor hubiera salido de madrugada y amanecerme en el aeropuerto como había intentado allá en Polonia.
Total que llego al aeropuerto, me dirijo de inmediato a la ventanilla de Ryanair, y con cara de inocencia explico mi caso a la del mostrador. Por fortuna habla español. Por desgracia la aerolínea es de las baratas y no ofrece facilidades. Lo más cercano a una ayuda que me ofrece es pagar 150 euro y llegar a Gerona. ¿Dónde chingados queda eso? Y ni un mapa para consultar. No hay wii fi en el aeropuerto. Bueno, lo hay, pero nadie sabe darme la clave para conectarme a la red. Carajo. ¿Qué hago? Piensa, piensa.
Mis broncas siempre han sido resultado de que en momentos de tensión suelo tomar las decisiones equivocadas. Así que adopto una, que seguro será la menos indicada. Hago cálculos mentales, busco donde comprar una tarjeta de teléfonos, sopeso la opción de buscar en este pueblo un hotel barato, calculo si es mejor regresar a París a dar la lata con Gonzalo. Buscar nuevamente una alternativa de viaje barato por la Internet. Para colmo, el portátil anda en el límite de la batería. Nadie sabe decirme si hay Internet en el área. Afuera la lluvia sigue cayendo, lo que me descorazona porque de ponerme a vagar buscando halojamiento, seré una sopa mexicana derramándose en Beauvois.
Así que, con la carota de menso, estoy en el interior de un autobús haciendo planes para que la próxima vez, los aviones me la pelen.
Y Escribiendo esto, para leerlo en los próximos días y saber si estuvo bien o la volví a cagar.

Domingo de frío francés

El domingo amaneció amortajado por una llovizna entristecedora. Y yo que tenía planes para la ciudad, pero el frío en el ambiente nos impidió salir en toda la mañana. Hubo que ponerse en acción en la cocina, en la mesa y ante unas cervezas. Mucho café, vinitos ocasionales, y picoteos de comida elaborada al garete.
La circunstancia debía ser aprovechada para tratar de componer el mundo mi querido Pinky. Platicamos mucho, analizamos la situación de México ante sus infinitos problemas propiciados por todos y cada uno de sus habitantes. En mayor o menos medida, todos somos los culpables. Surgen planes, proyectos. Concordamos que se deben diseñar programas a mediano y largo plazo. Ejemplificamos casos, intercambiamos anécdotas y datos corroborables.
Nos mostramos descubrimientos vía Internet. Lanzamos mensajes a los contactos. Vemos películas en línea. Y la lluvia no para. A veces amaina, pero prefiero suponer que seguirá con la intensidad suficiente para no salir ni a la esquina. Algo de la fiaca de los días anteriores me hace pretextar el clima.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Lunes amanece limpio. No hay que perder tiempo, me esperan mucho otros sitios para visitar y en la medida de lo posible no criticar. Me pregunto si estas críticas no serán una especie de defensa provinciana ante la excelsitud de París. Porque ¿quién soy yo para juzgar a una ciudad que ha hecho sucumbir a las mentes más lúcidas y brillantes de la humanidad?
Hace frío en la estación. El solecito sólo ilumina pero no calienta. En el morral llevo lo necesario para desayunar y evitar en lo posible gastar de más. Algo me hace reconciliarme con los parisinos, o en este caso con la gente de Pontoise. Aquí todos saludan. Bon jour por aquí, merci por allá, au revoir más acá. Por todos lados la gente intercambia esas fracesitas. Ya es un alivio.
El tren llega puntual. Lo abordo. Voy cámara en mano dispuesto a tomar las fotos que en días anteriores no pude por falta de energía en las pilas. No puedo evitar cabecear de tanto en tanto. Espero que esto no se me convierta en un problema con repercusiones a futuro. Yo creo que es el cansancio de los últimos días.
Llego a St. Lazzare y con pleno dominio del terreno me meto al metro. Tengo bien ubicados los sitios donde transbordar, donde bajar, donde no pagar. No hay gran diferencia con el del Df. Y pensar que las autoridades de México dicen que el metro ya llegó al tope de su vida útil, si apenas tiene la mitad de años que el de París. Pinches autoridades, nos dan atole con el dedo. Me pierdo menos que algunos franceses despistados a los que incluso les expliqué a señas qué pasillo tomar para su destino.
Camino con paso firme, recorro avenidas pletóricas de firmas conocidas, paso por embajadas, llego al Louvre, tomo las fotos obligadas, me voy a Notre Damme, confirmo mi impresión inicial: a las iglesias entran más turistas que devotos. Es un chacoteo fastidioso, donde los que quieren rezar no pueden y donde, de aparecerse Cristo volvería a hacer el numerito de la expulsión de los mercaderes.
Pienso en esa fascinación que sentimos los humanos ante las creaciones de la especie, dejando de lado las creaciones de la naturaleza. Nos extasiamos más en la talla de la piedra y no en la piedra misma. Nos embelesamos ante una construcción de dimensiones considerables e ignoramos los acantilados tallados por el tiempo. Si pensara en Dios, pensaría que su obra ya es magnífica, y que el humano no hace más que reducirla a escombros amontonados estéticamente.
Pere La Chaise.
Demasiada gente en el sitio de descanso de Oscar Wilde y de Jim Morrison. Me da una infinita flojera sortear a tanto afanoso fotógrafo japonés. No acabo de ubicarme así que mejor me retiro, pienso que este será otro de los pendientes que me obligarán a regresar a París en otro momento. Por ahora ya me duelen los´piés, es momento de emprender el regreso.

París
















domingo, 1 de noviembre de 2009

Sábado, Ofrendas parisinas

Sábado, desayuno.
Reparamos el mundo a golpe de tragos de cerveza. Observamos el universo a través de la ventana de un departamento...
Comemos tranquilamente mientras dejamos que el tiempo se escurra hasta el momento en que saldremos para asistir a una expo sobre el día de muertos. Llega un amigo de Gonzalo, es de Brasil, se llama Marcelo. Salimos un poco tarde de la estación de trenes pero sabemos que para los parámetros mexicanos vamos con el tiempo suficiente. Además, la exposición es en el taller de grabado de un mexicano que lleva años viviendo en Francia.
Transbordamos el tren, varias líneas del metro. En todo el trayecto se ha venido hablando de las diferencias culturales que obligan a los migrantes africanos, árabes y gitanos aser más desordenados y escandalosos y cínicos que los residentes franceses. Marcelo nos explica casos concretos.
Llegamos por fin a donde es la expo. Es una callecita escondida en un punto de París, Me recuerda muchos de esos foros alternativos que se suelen abrir allá en México. La situación artística y cultural finalmente es similar en todos lados. Hay mucha gente, es una sorpresa agradable. En la galería que da a la calle está una ofrenda con los elementos de arte objeto que algunos convocados hicieron para la ocasión.
Pero después de eso, lo chido está en el patio inferior de la casa. El anfitrión ha hecho una ollota de pozole!!! De volada hay que caerle.
Más al fondo está el taller de grabado. La gente recorre el mismo, compra grabaditos. Aprovecho y saco las cosas que llevo: mis libretas, mis libros, los folletos que he traido de Travis y de Enrique Pérez, las carpetas del museo Miguel N. Lira. Hago contacto con Raul, el maestro del taller, hay buenas nuevas, promesas, intercambio de contactos.
Afuera conocemos gente, alardeo sobre mi trabajo, me conecto con un francés interesado en las lenguas originarias, más intercambio de contactos.
Y al final de la fiesta, hay que volver a Pontoise, que los trenes se acaban a las doce y a Marcelo le quedan aún cuarenta minutos de caminata hasta su casa.