lunes, 9 de noviembre de 2009

París me llueve la despedida

Es mediodía y la cortina lloviznal entristece el panorama que hubiera querido festivo. Ya desde el desayuno se presagiaba el frío, el cual me preparé para soportar encimándome la ropa, en parte por el clima y en parte para hacer menos pesada la maleta. No quería que en el aeropuerto me hicieran pasar nuevamente por el relajo de distribuir el peso de mis dos bultos de equipaje. Todo el tiempo que me dispuse de tolerancia, al final de cuentas se me escurrió más rápido de lo que hubiera deseado para que me proporcionara espacios suficientes de reflexión. Vamos, que esta experiencia francesa me tenía la cabeza llena de párrafos que en vista de las circunstancias no podía poner aquí. La libreta estaba a la mano. Pero también era incómodo, y muy de dar tumbos. Ni sacarla. Me reprocho la estupidez de no haberme tomado alguna foto con Gonzalo. Creo que no fui suficientemente agradecido con él, que en todo caso ni para regresar a invitarle la última ronda de cervezas.
Una vez instalado en la lanzadera, el tiempo se escurre miserablemente, y lo que serían dos horas largas para mí, son hilachos de tiempo dispersos en cientos de distracciones inútiles. Me llega de golpe un acceso como de tristeza, de cansancio. Tengo ganas de que este avión sea secuestrado y que enfile las alas rumbo a México. Ya no quiero seguir en Europa, quiero estar en mi casa, en mi cama, con mi chica. Quiero descansar y sentir que no estoy triste ni cansado ni desamparado. Casi quiero que mis ojos se disuelvan. Y yo sin poder dormir.
En el aeropuerto me enfrenté a una sucesión de trámites y trámites. La maleta acabó pesando 13 kilos. Luego entonces, el dolor en mis hombros estaba justificado por el exceso de peso de lo que había metido en el equipaje de mano.
Por fin en la sala de abordaje. La tienda del aeropuerto carísima. Por fortuna ya tenía los obligados regalitos a buen resguardo en la maleta. Abordamos el avión. Una incansable perorata en tres idiomas nos acompañó todo el lapso de hora y media de traslado de Beauvois a Madrid. Qué las instrucciones de salvamento, que el carrito de los bocadillos, que ahora el de bebidas, que después los perfumitos, que ahora los bolsos, que… ¡Caray! Ni en los camiones del pueblo hay tanto vendedor en los pasillos. Ya nada más faltaba el músico y su gorrita café.
En Barajas, de noche. Mi segundo recorrido por este aeropuerto. Me esperaba el mismo intrincamiento de pasillos, pero ahora salimos con pasmosa facilidad. También, en la banda de equipaje mi maleta es una de las primeras. Otro fiasco. El maltrato en la manipulación ha lastimado severamente esta maletita fiel. La pobre trae los varillajes asomando. Chale, Apunte mental: habrá que reponerla. Se agrandan mis pendientes económicos.
Fuera del aeropuerto. De súbito me regresa el ánimo. Algo se siente en el ambiente que me reconforta. Quizá sea que el idioma me es familiar. Que el metro me hace sentir la euforia de más de dos pasajeros escuchando heavy metal en sus audífonos, y no hay que tomar otro transporte caro. Será que hablo con los chilenos y me dan instrucciones precisas para llegar hasta su barrio: Lavapiés. El metro me lleva por medio de tres líneas hasta el mismo centro de Madrid. El más populoso, el más multiracial, el más activo, el más combativo. Llego a las diez y media de la noche y aquí el bullicio lo hace parecer las seis de la tarde. Rápidamente entablo contacto. Dos españolas con pinta punk me confirman que ésta es la única salida del metro, que ellas también han quedado y que pueden haber sido plantadas. Pero llegan los pijos aquellos y yo espero solo a que Willy llegue a por mi.
El departamento de Willy y Marina es tal como me lo describieron previamente. Tienen compañía, una amiga flautista también chilena que a eso de la una se retira.
Hay que dormir.

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