martes, 17 de noviembre de 2009

Polonia again


Valió la pena no pagar los 18 euros del teleférico en Barcelonesa. ¿Cómo se puede comparar esto de ver el momento de alejarnos de la costa, pasar un banco de nubes como guata esparcida y descubrir un sol que parece absorbernos con su luz?
Toda esa rugosidad montañosa, a estas alturas adquiere cierto equilibrio geométrico.
Veo lagos, montañas, cumbres nevadas. Y también, inevitable detalle, los raspones de la pintura del motor. Veo industrias con todo y columnita de humo. Veo ciudades o pequeños grupitos de construcciones unidos de tanto en tanto por líneas que supongo son carreteras. Pienso por un momento en que quizá no somos demasiados, quizá sólo es que estamos mal distribuidos. Pero luego cambio de opinión cuando nos acercamos más al suelo y soy consciente de los profundos arañazos y raspadas que le hace el humano a la tierra. Pienso entonces que todos seríamos más felices si volviéramos a ser recolectores.

Por una circunstancia simple heme aquí, escuchando los planes gastronómicos de un chef italiano que viaja a Zacatecas con la firme intención de establecerse en un negocio de pastas, primi platos y desserts nada complicados. Tiene la palabra fácil y obsesiva de quien lleva meses ahorrando y planeando sus futuros menús. Me cuenta luego algunas anécdotas con novias, con suegros adinerados, con recetas creadas por él y que está seguro que son su garantía de éxito en México. Cuando estamos por abordar comentamos el engaño social del virus A H1N1. Coincide con la postura acerca de que todo se trata de incrementar las ganancias de aquella farmacéutica propietaria del antivirus. Luego me le escabullo, un poco cansado de escuchar un español italianizado por casi tres horas, y abordo el avión. Otra vez tengo la suerte de tener a mi disposición una ventanilla. Aunque a estas alturas ya no ejercen ningún tipo de emoción, siempre se agradece. En plan conocedor ignoro las recomendaciones del personal de a bordo y me dedico a acomodar las revistas del avión para poder colocar mis bártulos en el espacio disponible.

Siento llagas en la boca, en las nalgas y en la planta de los pies. Por supuesto que no existen, pero eso siento. Tengo unas ganas locas de pegarle a mi compañero de asiento. No sé por qué. Ni siquiera me cae mal. Eso me recuerda el jueves allá en el concierto del metro de Barcelona, donde, mientras estábamos todos acomodados escuchando a los músicos multiregionales, una niña obes, como de unos tres años jugueteaba mientras sus padres no perdían detalle de la música. En un momento dado, la niña dejó de corretear, puso cara de puchero y sin más se dejó ir con las uñas por delante a una chava que estaba sentada en el suelo. La niña se dejó llevar por quien sabe que impulso o animadversión inspirada por esa chava en particular. Así quisiera dejarme llevar por mis impulsos.
Cierro los ojos, apoyo la cabeza en las manos y las imágenes de las luces de la ciudad en plena noche debajo de nosotros se vuelven a proyectar dentro de mis párpados, dándome la sensación de que estoy flotando sobre el mundo a bordo de una burbuja transparente.
A veces he sentido la necesidad de estar en la burbuja, suspendido en el aire para contemplar los diferentes caminos que me ofrece la existencia y elegir la mejor opción. Ahora sería inútil porque todo está oscuro, pero tengo la tranquilidad de saber que estoy dentro de un trayecto ya marcado. Otras veces no. Lo desesperante de las burbujas es que carecen de mandos y controles y propulsores y todo eso. Entonces hay que abandonarlas y seguir a pie por el camino elegido, con el consiguiente riesgo de los tropezones, los raspones, las insolaciones y los asaltantes de caminos.

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