lunes, 2 de noviembre de 2009

Lunes amanece limpio. No hay que perder tiempo, me esperan mucho otros sitios para visitar y en la medida de lo posible no criticar. Me pregunto si estas críticas no serán una especie de defensa provinciana ante la excelsitud de París. Porque ¿quién soy yo para juzgar a una ciudad que ha hecho sucumbir a las mentes más lúcidas y brillantes de la humanidad?
Hace frío en la estación. El solecito sólo ilumina pero no calienta. En el morral llevo lo necesario para desayunar y evitar en lo posible gastar de más. Algo me hace reconciliarme con los parisinos, o en este caso con la gente de Pontoise. Aquí todos saludan. Bon jour por aquí, merci por allá, au revoir más acá. Por todos lados la gente intercambia esas fracesitas. Ya es un alivio.
El tren llega puntual. Lo abordo. Voy cámara en mano dispuesto a tomar las fotos que en días anteriores no pude por falta de energía en las pilas. No puedo evitar cabecear de tanto en tanto. Espero que esto no se me convierta en un problema con repercusiones a futuro. Yo creo que es el cansancio de los últimos días.
Llego a St. Lazzare y con pleno dominio del terreno me meto al metro. Tengo bien ubicados los sitios donde transbordar, donde bajar, donde no pagar. No hay gran diferencia con el del Df. Y pensar que las autoridades de México dicen que el metro ya llegó al tope de su vida útil, si apenas tiene la mitad de años que el de París. Pinches autoridades, nos dan atole con el dedo. Me pierdo menos que algunos franceses despistados a los que incluso les expliqué a señas qué pasillo tomar para su destino.
Camino con paso firme, recorro avenidas pletóricas de firmas conocidas, paso por embajadas, llego al Louvre, tomo las fotos obligadas, me voy a Notre Damme, confirmo mi impresión inicial: a las iglesias entran más turistas que devotos. Es un chacoteo fastidioso, donde los que quieren rezar no pueden y donde, de aparecerse Cristo volvería a hacer el numerito de la expulsión de los mercaderes.
Pienso en esa fascinación que sentimos los humanos ante las creaciones de la especie, dejando de lado las creaciones de la naturaleza. Nos extasiamos más en la talla de la piedra y no en la piedra misma. Nos embelesamos ante una construcción de dimensiones considerables e ignoramos los acantilados tallados por el tiempo. Si pensara en Dios, pensaría que su obra ya es magnífica, y que el humano no hace más que reducirla a escombros amontonados estéticamente.
Pere La Chaise.
Demasiada gente en el sitio de descanso de Oscar Wilde y de Jim Morrison. Me da una infinita flojera sortear a tanto afanoso fotógrafo japonés. No acabo de ubicarme así que mejor me retiro, pienso que este será otro de los pendientes que me obligarán a regresar a París en otro momento. Por ahora ya me duelen los´piés, es momento de emprender el regreso.

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