viernes, 16 de octubre de 2009

Día cero



Bueno, lo detallé en otro blog y no lo voy a repetir aquí. El caso es que la lana fue todo un triunfo conseguirla pero finalmente estaba ya en el aeropuerto a punto de pasar a la sala de abordaje.

La despedida de Ángel fue corta para evitar esa molesta comezón en los ojos y en el corazón. Saben a qué me refiero. Pasé, esperé una hora y finalmente comenzamos a caminar dentro de un gusano cuadrado. El primer chasco, no me vería tipo The Beatles, despidiéndome con las manos en abanico de una hipotética multitud.

Me asignaron mi lugar y mientras todos terminaban de acomodarse me puse a pensar para poder consignar sesudas reflexiones.

15 minutos después: Nada.

Las instrucciones de vuelo me parecieron tan largas, casi estuvieron a punto de ponerme nervioso.
De repente comencé a sentir un aislamiento, una vaguedad que desmaterializaba la ciudad entrevista a través de las ventanillas.
Y yo con estas ganas de orinar y un amago de dolor de cabeza y la sospecha de que me daría hambre durante el vuelo y la comprobación de que en el boleto marcaba claramente que de almuerzo nada.
La pantalla del pasillo me remitió a la sensación tranquilizante de estar ante un videojuego.
Y al cabo de un instante el siguiente chasco: El avión levantó el vuelo y al intentar asomarme a mirar el panorama fui consciente de que me había tocado exactamente sobre el ala; así que todo lo que podía ver era una gris superficie que de tanto en tanto se agitaba. Sólo torciendo el cuello alcancé a mirar un poco del valle que íbamos dejando atrás. Ese valle que alcanzaba a vislumbrar, sin embargo, tenía todo el aire familiar de lo ya contemplado. Lo había mirado varias veces desde la punta de la montaña. Así que después de un rato de incómoda postura decidí seguir las recomendaciones de los cuates y me acomodé para una larga siesta.
Después de un rato aquello se desmadró: los pasajeros comenzaron a levantarse, hubo trajín de azafatas, ruido de cinturones destrabándose, ecos de suspiros de alivio, crujidos de portaequipajes y me dije: esto es una micro cualquiera. Hasta las turbulencias me parecieron poca cosa ante los baches de todos los días allá en el pueblo. Para colmo la sobrecargo, que dijo llamarse Susana Fernández, comenzó otra sesión de instrucciones bilingües que me perdí porque en ese momento pasó una azafata y me dejó unos auriculares. Bien, bien, así evitaría el relajo interminable del pasillo.
Una hora después la cosa pintó mejor. Siempre sí habría almuerzo para todos. Pero ¿dónde estaban las ninfas etéreas que nos enjaretan en los comerciales y en las películas? ¿Esos angelitos de caritas angelicales que en las alturas sirven las viandas? Porque por lo menos aquí todas las azafatas rondaban la cincuentena. Supuse en ese momento que de tanto volar de un continente a otro se acelera su proceso de envejecimiento. Ellas debían cumplir años cada doscientos cincuenta días o algo así.



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