sábado, 31 de octubre de 2009

¡Maldita seas globalidad!

Bueno, no se si sea la globalidad o alguna otra cosa. El caso es que me he sentido robado en mi descubrimiento de París.
Me explico. Ayer salí muy temprano, a despecho del frío cabrón que se estaba sintiendo, confiando en que la caminata que estaba dispuesto a emprender me calentaría el cuerpo. Tomé el tren en la gare de Pontoise. Llegué a St. Lazzare y de ahí, mapa en mano, emprendí el tour trazado la noche anterior. Ya saben, la ruta turística de cajón: El arco del triunfo, el Obelisco, Notre Dame, el pequeño y el gran palacio, Los Campos Eliseos, la torre Eiffel y todo eso. Pero a medida que caminaba, mucho de lo que veía ya lo había visto. En películas, en postales, en los libros, en despliegues publicitarios. Por donde viera sentía esa fastidiosa sensación de que no estaba descubriendo nada, no era la novedad ni la emoción ni la sorpresa. Por eso digo, maldita la publicidad que me robó la aventura.
En fin.
Como sea, París sigue siendo impresionante y hay que verla en persona. Por donde uno gire la mirada tiene ante sí la magnificencia de una ciudad emblemática. todo es grande, todo es extenso. Todo está lleno de gente.
Recorrí lo recorrible, comí lo que me había comprado en algún sitio de autoservicio, me metí por callecitas diagonales, miré las partes altas de los edificios. Pero todo, todo, como ya lo dije antes, tenía esa pátina de deja vu. Mal pedo.
Así que dejé de prestarle atención a las cosas e intenté concentrarme en las personas. La maravilla que me supuso ver tanta y tan variada gente en la estación del tren me insensibilizó un poco con respecto a la riada de gente, en su mayoría turistas con el descaro de su condición en ristre.
Y me puse a pensar en lo que supone para los que aquí se mueven el saberse parisinos. ¿Los enorgullece? ¿Los aburre? ¿Les tiene sin cuidado? ¿Cómo son sus vidas? Porque esta dinámica de entrar a las tiendas de firmas conocidas, tomar el café en los miles de sitios al aire libre, comer en los restaurants, beber en los bares, entrar y salir de edificios monumentales, sonreir, darse el doble besito en cada mejilla, no puede ser vida. No una vida diaria, cotidiana, auténtica. Porque esto no lo hacen todo el tiempo; y si lo hacen, qué terrible hastío. ¿Qué es de la vida fuera de esta pasarela? ¿cómo viven, cómo son los interiores de sus casas, qué comen cuando no lo pagan en carísimos euros, cómo lloran, se angustian, sufren, se conmueven. Cual es el sonido de sus carcajadas, además de sus sonrisas ensayadas?
Llegué a la torre Eiffel. Ya me habían dicho que  es mejor visitarla de noche para no ver su estructura metálica. Simplemente majestuosa. Otra vez, ineludiblemente hay que subir para mirar el panorama parisino.
¿Se dan cuenta? París impone. Hay algo de obligatorio en esta ciudad.
La fila larga. Los que esperaban su turno eran turcos, marroquíes, árabes, cubanos, argentinos, italianos, españoles, franceses, mexicanos, estadunidenses, alemanes. De todo.
Se sube en dos fases, hay que transbordar de elevadores. Ya la primera es toda una experiencia mareadora. Por desgracia, había bruma y para colmo la cámara estaba de achacosa. Pero lo peor fue el frío. El pinche frío que se empeñaba en contradecir el calorcito que siempre se siente cuando el panorama te hace sentir que vuelas. Pinche frío y yo con ganas de bajar para ya no sentir que las orejas se me caerían en cualquier momento.
Por la noche, caminando de regreso a la estación del tren, me iba cuestionando: ¿Y después de esto qué? Tanto monumento, tanta magnificencia, tanta historia, tanta ciudad luz, tanta vejez de la rancia Europa y yo sintiéndome como vacío.
En algún punto de su desarrollo la vida aquí se detuvo, pero no en un detenimiento encantado, sino en una inercia que inevitablemente la está llevando al desmoronamiento. París se muere, es un hecho. París no da más de lo que ya ha dado. Lo delatan sus habitantes, que se empeñan en afearla. Sus turistas que la desgastan a golpe de tacones, botas, tenis, zapatillas, sandalias. La cuartean sus adolescentes valemadristas y bravucones, que hacen del abigarramiento estético su forma de reafirmación. Lo dicen las bolsas de basura a cada pocos cientos de metros que a cada rato son cambiadas porque se llenan rapidísimo. Sus iglesias que son primorosas pero menos visitadas por la feligresía que por turistas.
A menos que me equivoce en mis impresiones, a París se le debe visitar porque es una obligación de todo viajero que se precie de serlo, pero habrá que atenerse a las consecuencias.

3 comentarios:

  1. Queridísimo: extraño tus pláticas y tu sorpresa ante este mundo viejo que te sorprendía. Tienes razón en todo lo que dices de París, esa ciudad es como una vedette o una puta: "bellísima pero cruel", uno de turista se sorprende, pero vivir ahí es mucho peor de lo que se puede imaginar (si no se tiene suficiente dinero). Lo hermoso es que por más mal que se viva, yo que fui por más de medio año un personaje de Rayuela o a lo muy jodido de Los Miserables, la ciudad era tan bonita que todo mi sufrimiento por no tener suficiente dinero se esparcía entre el Sena o en las calles del Barrio Latino y la extraño (si, soy masoquista). A mi me encantaba la multiculturalidad, es lo mejor que te ofrece la ciudad, pero por lo mismo no me integré a la sociedad francesa y siempre sentí que era una turista(cosa que no me pasó en Alemania donde me hicieron integrarme a fuerza aunque estuve menos tiempo). Ahora yo tuve una sensación extraña cuando llegué al DF, creo que me gustaba más Paris y por el desmadre y el desorden pueden ser iguales. Diviertete mucho!!! Hay todavía tantas cosas que ver :D! Viaja mucho y cuéntanos cómo te va.

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  2. En París es inevitable sentirse solo, es casi un requisito, pues a todo paisaje perfecto siempre le sobra (o le falta) algo.

    Salute.

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  3. a mi me gusto paris bastante. concido. paris se muere.
    GG

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